Introducción a los nuevos cines japoneses.
Hace menos de una década, el cinéfilo medio español tenía una idea muy limitada sobre lo que era el cine japonés. La pereza de la crítica, programadores de festivales y distribuidores hacía que apenas se conociese algo más allá de Akira Kurosawa, algunas películas de Ozu o Mizoguchi y unas cuantas obras sueltas, como islas, de Teinosuke Kinugasa, Keisuke Kinoshita, Mikio Naruse, Nagisa Oshima o Shohei Imamura. Intentos aislados, como una retrospectiva de Mikio Naruse en el Festival de San Sebastián en el año 98 no tuvieron continuidad ni impacto en la cinefilia española.
Al cine japonés siempre se le trató con desprecio, con la mirada prepotente de Occidente. Los críticos miraban al cine nipón como algo exótico. Con el triunfo de Rashomon en el festival de Venecia del año 50, todo certamen internacional quiso tener su película de samuráis. Un intelectual de la talla de Jean Cocteau, presidente del Jurado del Festival de Cannes de 1954 que premió con la Palma de Oro a La puerta del infierno (Jigokumon, 1954), lo justificó diciendo que tenía “los colores más bonitos del mundo”. Pero nadie se preguntaba acerca de qué suponía realmente esa película para la Historia del Cine en Japón. En verdad, aquella película formaba parte de una estrategia por parte de la Daiei para exportar películas japonesas de época y en color a festivales internacionales. Lo que para Europa era exótico y diferente, para Japón era un producto preparado para el espectador gaijin. Mientras las desigualdades sociales y la corrupción política asediaban a Japón de posguerra, Europa se maravillaba con el cine de samuráis, geishas y fantasmas japoneses. Akira Kurosawa llegó a lamentar su triunfo en Venecia, asegurando que le hubiera gustado ganarlo con una película que mostrara los problemas de la sociedad japonesa de su tiempo.
Otro tópico, que desmontaremos aquí y que se extendió con rapidez fue el de la aparición en los años 60 de una “nueva ola” a imagen y semejanza de la francesa. Si hoy leemos mucha documentación española al respecto, encontraremos que cualquier director de los años 60 es incluido en esta milagrosa “nueva ola”. Sin embargo, la “nuberu bagu”, que fue como se llamó, no fue jamás un movimiento. Las vinculaciones estrechas que vemos en Francia con los Godard, Truffaut o Rohmer, en Italia entre Bertolucci y Pasolini, entre Bellocchio y Cavani, en Estados Unidos con Cassavetes, Clarke o Mekas o en Polonia entre Skolimowski y Polanski, no se dan entre Oshima y Shinoda o entre Imamura y Suzuki. Lo único que une a estos cineastas es que nacieron a principios de la década de los 30 y comenzaron de dirigir a finales de los 50. La “nuberu bagu” no existió. Fue un invento de otra major (la Shochiku) para atraer a compradores extranjeros con unas películas que ni siquiera quería estrenar en el propio Japón.
Sin embargo, aparte de lo que señalamos en el párrafo anterior, lo que les unió fue su firme oposición al cine japonés dominante, aunque ello supusiese atentar contra los que habían sido sus maestros, Ozu o Mizoguchi. Oshima dijo una frase determinante: “mi odio hacia el cine japonés lo incluye absolutamente todo”. Ese deseo de ruptura se vio incrementado por su enfrentamiento a las grandes majors niponas. La Shochiku y la Nikkatsu fueron incapaces de aceptar unos directores que querían de hacer shomin-geki (género dedicado a las dificultades de la clase trabajadora) y jidai-geki (cine de época) y dedicarse a mostrar la vida del hombre contemporáneo y los problemas políticos y sociales del Japón del momento. Como veremos, durante los primeros 60, realizarán grandes obras para los estudios, hasta que estos los expulsen o sean ellos los que los abandonen. Después, su fulgor, su rabia, se reflejará en toda una serie de obras maestras que sacudirán el cine japonés hasta los primeros 70, tiempo en el que empezará la decadencia de estos directores. “En Japón ya no se puede hacer cine político” dijo Nagisa Oshima hace una década. La normalización económica y política de Japón acabará con estos directores, que se verán obligados a tomar grandes silencios entre obra y obra, y a hacer películas cada vez más lejos de sus intereses iniciales.
A día de hoy, toda esta generación (si es que podemos utilizar esta palabra) gloriosa se encuentra en el ocaso de sus vidas. Algunos como Imamura o Teshigahara ya han fallecido. Y la mayoría viven retirados del cine, sabiendo que ya no filmarán jamás. El cine y su tan odiado como querido Japón los han olvidado. En el auge historiográfico de los últimos años, gracias a la demanda de internet y del DVD, su obra ha vuelto a salir a la luz. La de aquellos aventureros que se quemaron al intentar tocar el sol naciente. Su obra, como podréis comprobar, es el testimonio de su incapacidad de ir a la contra, de luchar contra un país donde cualquier opinión disidente era rápidamente eliminada. Un cine extremadamente pasional para una sociedad excesivamente reprimida. El eros y la masacre. La juventud y la crueldad de un cine que hoy maravilla por su convicción. Que se hace querer por lo oculto que ha permanecido todos estos años. Bienvenidos a una de las aventuras más apasionantes (y desconocidas) del cine mundial.
NOTAS: Comenzamos hoy una serie de artículos, que se alargarán en el tiempo, sobre el apasionante mundo del cine japonés de los 60 fuera de los rostros más conocidos en occidente. Esta iniciativa surge de la comunidad Allzine capitaneada por el ya bien conocido en este blog Silien y los textos son en su mayoría obra de Janusz (Miguel Blanco), conocedor de estos cine y excelente compañero y usuario allzinero con el que pudimos pasar un agradable rato en el pasado Festival de Sitges. De la mano de ambos recorreremos un mundo muchas veces desconocido para el gran público, ¡¡¡adelante!!!.
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