Sábado 3 de noviembre. Entre que me acuesto tarde y me levanto muy temprano, he descansado poco y llego roto a Kioto. Me bajo en la estación de Karasuma y cruzo Shijo-dori para comprar un café en un combini y al salir soy testigo de algo que no tiene nada que ver con el festival pero que quisiera relatar: Al lado de los almacenes Daimaru hay una Apple Store, eran casi las 10 y había una cola de gente esperando. Cuando salí del combini justo abrieron las puertas. Los primeros clientes entraron en la tienda y, en ese momento, los empleados de la tienda comenzaron a aplaudir. Visto desde el otro lado de la calle fue un momento muy incómodo, nunca había presenciado algo semejante. No sé si es costumbre solo en Japón o en todo el mundo, pero casi muero de vergüenza ajena.
Cruzo la calle e intento pasar lo más rápido posible al lado de la tienda para tomar el camino hasta el Museo de Kioto. Al llegar puedo quitarme el mal rollo y relajarme con otra sesión de jidai-geki musical a manos de Tadashi Sawashima y Hibari Misora en Bride of White Castle (1961). Aquí, la gran diva de la canción encarna a una inocente campesina huérfana que fantasea con conocer a un príncipe-señor feudal azul que quiera casarse con ella. Topará con un pícaro impostor y se unirá a él en su viaje a Edo enamorada hasta las trancas pensando que es un noble verdadero. A pesar de la acción, la comedia casi slapstick y los números musicales, sorprende para bien un final amargo y demoledor donde la Hibari toma conciencia que tanto el palacio de sus sueños como su príncipe, interpretado por el galán Koji Tsuruta, son un fraude, pero se niega a reconocerlo, volviendo a su casa con la vana esperanza de toparse algún día con un verdadero príncipe-señor feudal azul que quiera casarse con ella.
Termina la película con gran satisfacción por mi parte, pero la charla de después me narcotiza, se me viene de nuevo el cansancio y comienzo a cabecear. Miro el reloj y veo que solo me queda una hora para comer hasta la siguiente sesión. Como si fuera un ninja de Shiga, me levanto a mitad de la charla para meterme en un restaurante al lado del Museo y zamparme un plato de curry y otro de surtido de gyozas (gamba, hoja para tempura y cerdo). El curry estaba para enmarcarlo, no sé si a niveles de “el mejor curry de Kioto”, como reza el cartel de la entrada del restaurante, pero estaba delicioso, a pesar de que iba bastante cortito de carne de ternera. Luego, cafelito en un combini y para el museo otra vez.
Este sábado 3 había sesiones en dos pantallas, una en el cine de siempre situado en un edificio anexo y la otra, levantada en un patio-corrala interior del edificio principal donde se encuentra el museo. Esa sesión había sido acondicionada con un piano y un púlpito para exhibir películas mudas con música y narrador en vivo. En la sala normal iban a poner una versión restaurada en 4K de Orizuru Onsen (1935), película muda de Kenji Mizoguchi. La cruda trama tiraba mucho, pero seguro que habría más oportunidades de ver esa peli pronto, ya sea en otro cine o en formato doméstico (de ahí su restauración) y opté por ver dos cortos mudos con su piano y narración en directo tal como se hacía en la época. Me estreno con Zanjin zanbaken (1929) y sus 26 minutos de acción frenética y luego con Chōkon (1926), que en realidad solo era el único rollo, último de nueve, que se mantiene conservado de la primera película que Daisuke Ito hizo para la Nikkatsu. Tal vez la peli del Mizoguchi me habría llenado más, pero este ligero contacto con el cine mudo con narrador y piano en directo me ha dejado muy buen sabor de boca y con ánimos para la siguiente de la tarde, esta vez de ciento veinte minutos.
Pero antes, tendría una hora y media para matar entre sesiones. Para este rato miré si había alguna exposición interesante en el Museo del Manga de Kioto, que quedaba muy cerquita, pero no había nada que despertara mi interés. Para espabilarme un poco de la modorra de media tarde decido lanzarme de cabeza a la marabunta de turistas del mercado de Nishiki, solo a cuatro calles paralelas a Sanjo y el Museo de Kioto. Este mercado es más bien una calle comercial adaptada al turismo internacional donde venden cosas para picar caminando, infusiones o tsukemono (verduras encurtidas en sake o miso). Aunque también se pueden comprar frutas y verduras, eso sí, a precios abusivos y con la misma calidad que ofrece cualquier supermercado cercano a mitad de precio. Paso por un puesto de dulces y se me hacen los ojos chiribitas, y es que venden buñuelos de leche de soja. Pido una ración con topping de compota de manzana y canela que está para chuparse los dedos. La textura sería una mezcla entre el buñuelo español tradicional y la leche frita. Eso sumado a los tropezones de manzana y el aroma de canela hace que me espabile y que se me abra aún más el apetito. Comienzo a agobiarme por la aglomeración de Nishiki y aligero el paso para llegar a las amplias calles comerciales de Teramachi.
Callejeando hasta casi Kawaramachi-dori hay una tienda que me llama mucho la atención: Es Sou-Sou, un establecimiento de moda japonesa retro especializada en haoris. El haori es una chaqueta parecida a un kimono pero que no se cierra. Si habéis visto The Inugami Family (1976) o The Village of Eight Graves (1977) sería exactamente la ropa que lleva el detective Kosuke Kindaichi, pero un pelín más refinada. Miro los precios y no son tan prohibitivos como me pensaba. Me veo tentado, porque el haori es de las pocas prendas de ropa que les queda bien a los estrechos de hombros como yo. Lo que pasa es que llevar eso por Japón sería dar mucho la nota, si acaso lo podría lucir con éxito en España y en ocasiones especiales. Fantaseo con causar sensación en alguna fiesta de Sitges vistiendo un conjunto de estos, seguro que ligaba con alguna diva del cine de terror. Me prometo que me hago con uno cuando gane alguna vez en el pachinko y regreso a tiempo para la sesión de las 17:00.
Mi despedida del Historica 2018 se produce con una joya muda de Tomu Uchida enriquecida con la narración y la música en directo: The Police Officer (1933), thriller policiaco en el que un agente se reencuentra con un viejo amigo de la adolescencia y se reaviva la llama de una gran amistad que se pensaba olvidada. Al mismo tiempo unos comunistas radicales roban un banco para financiar la Revolución y un veterano compañero del protagonista muere asesinado de un tiro en plena persecución. Queda una huella del asesino como única pista del crimen pero resulta imposible encontrar al culpable. Entonces, el policía ve que su íntimo amigo se comporta de una forma extraña y comienza a sospechar. Y de ahí comenzará un gran dilema: ¿Está la amistad por encima del deber a la ciudadanía?
A esta maravilla de película de ritmo vigoroso y dirección magistral se le suman dos elementos que no hacen sino enriquecer el producto final: Por un lado es oficialmente una película de propaganda al servicio del cuerpo de policía y del Ministerio del Interior (la épica que solo tienen las películas de propaganda siempre suma al disfrute general) y, por el otro lado, hay un velado y gozoso tema homosexual en la trama de la amistad entre el oficial y su sospechoso amigo. De hecho, durante la presentación, el narrador, Ichiro Kataoka, comentó que la película, aunque no es oficialmente de temática gay, se exhibió no hace mucho en un festival de cine LGTBI en Tokio con bastante éxito.
Y esto fue el punto y final por mi parte al Kyoto Historica Film Festival 2018. Aunque la sección de películas contemporáneas no sea muy atractiva, salvo la maratón Baahubali y poquito más, hay que reconocer que la parte dedicada al rescate de cine clásico es como un regalo del cielo. Es casi un privilegio poder asistir a proyecciones de copias restauradas o directamente de cintas perfectamente conservadas en el archivo de la Toei, y con subtítulos en inglés para disfrutar en plenitud. Es una alegría infinita la de ir a estas sesiones casi a ciegas, confiando plenamente en el buen criterio de sus programadores, que nos ofrecerán lo mejor del cine comercial de la mano de los mejores directores y en las mejores condiciones de visionado.
Con este subidón after party no podía irme tan fácilmente a casa. Había que celebrarlo y aproveché para quitarme una espinita que tenía clavada desde hace tiempo: Comer sukiyaki en el mítico Kimura, situado en una de las dos calles comerciales de Teramachi. Aunque no es precisamente barato, sí que resulta más económico que otros restaurantes de sukiyaki de carnes más exclusivas y es igual de delicioso. Para los curiosos, al hacer el pedido, los camareros dejan todos los ingredientes en la mesa y los comensales preparan el estofado por ellos mismos. Pero tranquilos, dan la receta detallada en inglés con fotitos para no equivocarse y disfrutar como un marqués, o un daimio, que estamos en Kioto.
¡Hasta el año que viene!
¡Viva el jidai-geki, viva la Toei!
Redactor: Fernando DeMontre.
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