Imaginemos a un turista que recorriera hoy Seúl y visitara sus lugares más emblemáticos: Seoul Tower, el Parque Namsan, las concurridas zonas de Itaewon y Myeong-dong, el distrito de Gangnam, el barrio antiguo de Bukchon, el arroyo de Cheonggyecheon, la plaza del Ayuntamiento, la puerta de Gwanghamun… Espacios que asociaría rápidamente con el cine actual producido en Corea del Sur, el K-Drama y los videoclips de K-Pop, con la cultura de la “ola coreana” (hallyu) y su proyección internacional. Sin embargo, si dedicara su tiempo a ver las películas producidas en ese mismo país en las décadas de los 50 y 60 del pasado siglo, se encontraría con un imaginario muy diferente: un paisaje urbano sin rascacielos, con barriadas en las que se apiñan precarias viviendas, con estériles descampados y solares en los que se erigen los esqueletos de edificios en construcción. En definitiva, con un país que trataba de recuperarse del trauma de una guerra civil mediante un apresurado desarrollo económico que no hacía concesiones.

Los films producidos entonces son un vívido registro de la apariencia que tenían todos esos lugares hace 60 años: el inhóspito y ventoso Parque Namsan por el que deambulan los protagonistas sin rumbo de A Day Off (Hyu-il; Lee Man-hee, 1968); la Estación de Seúl y la Iglesia de Namdaemun (ahora escondida entre altos edificios), escenarios que en Homebound (Gwiro; Lee Man-hee, 1967) acogen una triste historia de amor; el coqueto arroyo de Cheonggyecheon, que en los tiempos en que se filmó allí Aimless Bullet (Obaltan; Yu Hyun- mok, 1961) no era más que el lúgubre laberinto de un área en construcción; los bulliciosos y nada elegantes bares de Itaweon o Myeong-dong, tan diferentes de los cosmopolitas locales que podemos encontrar en la actualidad; o las orillas del río Han, hoy pobladas de turistas, pero tan áridas y desnudas en aquel entonces… Para el espectador familiarizado con el actual cine coreano, descubrir el pasado de esta cinematografía es un proceso similar al que experimentaría ese turista si se viera transportado en el tiempo para encontrarse, de repente, en un terreno en parte reconocible y al mismo tiempo extraño y sorprendente.

Empecemos por reconocer que el público y la crítica occidental no ha tenido verdadero contacto con el cine de Corea del Sur hasta hace apenas veinte años. Lo que antecede al sorprendente boom de esta cinematografía en el siglo XXI sigue siendo un territorio virgen, desconocido en su mayor parte. Aunque la llamada “edad de oro” del cine coreano fue contemporánea a la de Japón, nunca alcanzó la resonancia internacional de ésta ni los nombres de sus más destacados cineastas circularon en el extranjero con la asiduidad de un Akira Kurosawa o un Kenji Mizoguchi. Fue un cine de consumo local y con un marcado acento popular que, salvo algunas contadas excepciones, apenas fue apreciado en los círculos cinematográficos foráneos o en los festivales de cine. Cierto es que Corea del Sur hacía frente a un contexto social, político y económico muy diferente al del “milagro japonés” y que su cine estaba condicionado por limitaciones presupuestarias, apresurados ritmos de producción, la censura y el control estatal.

Pero ello no impide que estas películas posean una identidad especial: su imaginativa forma de compensar la carencia de medios, su desinhibida franqueza, su estilo contundente y directo, su peculiar atractivo, que a algunos espectadores les puede parecer poco sutil en un primer contacto, pero que termina desvelándose con una extraña fuerza.

Es innegable que en estos años el cine de Corea del Sur bebía de fórmulas del cine americano –el western, el film noir, la comedia romántica, el cine bélico, el cine de terror o las películas juveniles–, algo lógico en un país que tan dependiente se había vuelto de EEUU tras el armisticio que puso fin a la guerra. Esa influencia se vislumbra en la imitación de películas y géneros concretos, en los ambientes “modernos” y “sofisticados” que nos muestran las comedias y melodramas, en las canciones que aparecen en los títulos de crédito, o incluso de manera mucho más obvia: es llamativo que filmes como The Devil’s Stairway (Ma-ui gyedan; Lee Man-hee, 1964) o The Barefooted Young (Maenbalui cheongchun; Kim Kee-duk, 1964) incorporen en sus bandas sonoras la música de títulos clásicos de Hollywood –la de Elmer Bernstein para Los diez mandamientos (The Ten Commandments; Cecil B. De Mille, 1956) y la de Miklós Rózsa para Rey de reyes (King of Kings; Nicholas Ray, 1961)– sin que sus verdaderos autores aparezcan acreditados.

Pero también es evidente que esa operación de trasplante de códigos foráneos presenta inevitables y significativas distorsiones y mutaciones que son producto de la cultura local y del contexto de la época, como las páginas que siguen se encargarán de explicar. Y algo similar sucedía cuando cineastas con mayor voluntad de estilo se acercaban al cine europeo y las “nuevas olas”. Basten un par de ejemplos: el meditado estilo modernista de un film como Mist (Angae;
Kim Soo-yong, 1967) deja paso, en una escena desconcertante, a un número musical para lucimiento de una de aquellas baladas románticas tan de moda en la época; por su parte, A Day Off rompe su geométrica y cuidada planificación (que parece inspirada en el cine de Michelangelo Antonioni) para entregarse a una larga secuencia de montaje sin diálogo que nos describe la intoxicación alcohólica de su protagonista, un delirante ejercicio visual que supera con creces el costumbrismo etílico a que nos tiene habituados hoy el cine de Hong Sangsoo. Son rasgos localistas bien palpables, impredecibles infracciones de las normas consensuadas por aquellas prácticas cinematográficas que se trataban de emular.

Los diferentes artículos que componen este libro ahondan con mucho más rigor en la manera en que el cine coreano reaccionó ante el duro ambiente de la posguerra, pero, básicamente, se pueden distinguir dos tipos de respuestas: por un lado, el crudo realismo de algunos de los títulos más notables del período, como The Flower in Hell (Jiokhwa; Shin Sang-ok, 1958), Aimless Bullet o A Day Off; por otro, el refugio escapista que ofrecían géneros muy codificados, como la comedia o el cine de terror, gracias a su ilusoria imagen de una Corea modernizada, o por medio del orgullo patriótico de que hacían gala el cine bélico y el histórico.

Pero, por encima de todo, encontramos la fascinación autóctona por el melodrama (o más bien deberíamos decir ‘lo melodramático’), una fórmula recurrente en todo tipo de películas, desde la intriga criminal de Black Hair (Geom-eun meori; Lee Man-hee, 1964) hasta el género bélico en North and South (Namgwa Buk; Kim Kee-duk, 1964) o el cine histórico sobre la dinastía Joseon, pasando por thrillers como The Devil’s Stairway y The Housemaid (Hanyeo; Kim Ki-young, 1960) o una película juvenil como The Barefooted Young. Un cine del exceso, de sentimientos exaltados y conductas impetuosas, de un apasionamiento en la puesta en escena que hoy todavía encuentra eco en muchas películas y K-Dramas coreanos contemporáneos. Y, por supuesto, está la miseria, que azotó con inusitada dureza a la sociedad de posguerra y cuya presencia siempre flota en el ambiente de un modo u otro, incluso en las películas que se cierran con finales felices o más acomodaticios.

Porque pocas cinematografías han sido tan efectivas a la hora de describir cómo el frío y el hambre pueden condicionar los actos y la psicología de los seres humanos: la descripción de una base militar americana en The Flower in Hell con su variopinta fauna de supervivientes; la pareja de novios de A Day Off que, a lo largo de un interminable domingo invernal, lucha contra un frío que el espectador acaba sintiendo también en sus propios huesos; el cúmulo de desgracias que afronta el protagonista infantil de Sorrow Even Up in Heaven (Jeo haneul-edo seulpeum-i; Kim Soo-yong, 1965), un relato desgarrador ante el que palidece cualquier escenario imaginado por Charles Dickens; la pintoresca habitación en que vive el rebelde sin causa de The Barefooted Young, versión subdesarrollada del glamour del cine juvenil americano; o el viaje al fin de la noche que emprende el protagonista de Aimless Bullet en su descenso a un infierno urbano.

Son estas las primeras impresiones que puede tener un espectador profano, pero la intención de este libro es guiar al lector a través de un esclarecedor recorrido por esa primera “era dorada” del cine coreano evitando los rumbos erráticos y dispersos del turista ocasional y la siempre engañosa fascinación por lo meramente exótico. Es por ello que el observador distante debe ceder la palabra a un grupo de expertos críticos e historiadores que analizan la producción
de esos años a través de un profundo conocimiento de la cultura, historia y sociedad de Corea del Sur. Los diferentes capítulos trazan una panorámica de las expresiones cinematográficas más comunes en la época, pero ese itinerario permite destacar también la valía individual de cineastas que –incluso dentro de semejante estructura industrial y de un cine de carácter claramente popular– fueron capaces de dirigir películas con indudable personalidad y estilo: Lee Man-hee, Kim Soo-yong, Kim Kee-duk, Shin Sang-ok, Kim Ki-young… Su reivindicación es también obligada cuando nos adentramos en uno de los períodos más creativos
de la historia del cine coreano.

Roberto Cueto
Profesor de la ECAM y la Universidad
Carlos III de Madrid

MABU / A COACHMAN
Corea del Sur, 1961, 98 min.
Dirección: Kang Dae-jin
Intérpretes: Kim Seung-ho, Shin Young-kyun , Hwang Jung-seun, Jo Mi-ryeong, Um Aing-ran

A través de la familia de un cochero viudo, la película retrata las dificultades a las que se enfrenta una familia de clase baja en un momento de profunda agitación social y cambio generacional.

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