PRESENCIAS DEL PASADO
Pablo López (Comisario del ciclo)
Por pura deformación “profesional”, los cinéfilos tenemos la cuestionable tendencia a pensar en términos aristotélicos: los eventos empiezan, se desarrollan y acaban. Comúnmente se acepta que la Segunda Guerra Mundial empieza en 1939, con la invasión de Polonia por los nazis, y termina en 1945 tras el armisticio europeo y la rendición de Japón. Sin embargo, el fin del conflicto no trajo consigo el retorno a las condiciones de vida previas a la guerra. Para la mayoría de la gente, y en especial para los que no estuvieron directamente en el frente, la guerra no terminó, sino que se fue desvaneciendo lentamente hasta convertirse en un recuerdo lejano y un trauma colectivo cuyas ramificaciones se tornaban cada vez más difíciles de detectar.
En el caso de Japón, las bombas atómicas, la derrota frente a las fuerzas aliadas y la rendición general declarada por el emperador Hirohito dieron paso a siete años de ocupación militar por parte del ejército estadounidense. Siete años marcados por la miseria de un país devastado por los bombardeos y la vergüenza tanto de la derrota como de la deriva imperialista y militarista que les había conducido al abismo. Lo explicaba, de una forma muy japonesa, el cineasta Juzo Itami (nacido en 1933) cuando decía, en una entrevista a Mark Schilling en 1999, que “el rol del padre es hacer entender a sus hijos que necesitan el gamen, o perseverancia y fortaleza; que no pueden simplemente vivir de acuerdo a sus propios deseos, que hay leyes morales y sociales que los humanos deben seguir. Pero en la sociedad japonesa ese rol se ha vuelto extremadamente débil, en particular en el periodo de posguerra, porque los japoneses lucharon en la guerra y perdieron, así que su valor como modelo de conducta ha declinado”. Algo similar podemos ver, aunque con una visión mucho más crítica (tanto que en otros momentos del siglo XX se habría considerado antijaponesa) en La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988), donde los niños cargan con la locura de los padres y pagan el precio definitivo, o en Showa, el manga de Shigeru Mizuki que recorre la historia de Japón desde 1929 hasta 1989. En todas estas obras, y en otras muchas más surgidas en las décadas posteriores al fin de la guerra, la vergüenza y la desesperanza ante el trauma son temas clave.
“Fantasmas de posguerra. Primeros relatos de terror sobrenatural en Japón” no pretende analizar en su totalidad un tema tan complejo, sino centrarse en una de las muchas caras del poliedro con la esperanza de que el análisis de una tendencia muy concreta sirva para entender mejor la sociedad y el contexto en el que se produjo. Partiendo de la convicción de que el cine popular puede ser reflejo de las angustias y anhelos de la sociedad que lo produce y lo consume, este ciclo recoge ocho relatos cinematográficos de fantasmas que ofrecen una panorámica de la transformación que sufrió la cultura japonesa tras el fin de la ocupación militar.
La primera pregunta, por tanto, es: ¿por qué relatos de terror sobrenatural? Sin duda habría sido posible encontrar esa misma transformación en el cine de samuráis o el de yakuzas, pero se trata de subgéneros que han sido ya abundantemente analizados y de los que queda poco que añadir. Por el contrario, parece que (en la mirada occidental) el cine de terror japonés solo empieza a existir como género a partir del boom provocado por The Ring (Hideo Nakata, 1998). Nada más lejos de la realidad. Teniendo en cuenta la enorme presencia de lo sobrenatural en el folclore y la literatura japonesa, habría sido ciertamente extraño que no tuviera su reflejo en el cine. “Fantasmas de posguerra” también espera desmontar esa impresión y servir como toma de contacto con la abundante y variopinta producción de terror japonés creada a partir de los años 50. Pero, por encima de todo, si entendemos el cine de terror como un espacio en el que la cotidianidad se ve amenazada por una presencia maligna (siguiendo la definición de Robin Wood en The American Nightmare), ¿qué mejor género para hablar del trauma de la guerra? ¿En qué otra forma narrativa esa presencia maligna, ese monstruo, pueden ser los otros e incluso podemos ser nosotros mismos?
La segunda pregunta es sobre la transformación en sí. ¿De qué estamos hablando? Sin duda, del viaje de la tradición a la modernidad, tan común en todas las culturas pero que en Japón adquiere ciertos matices propios que lo vuelven (aún más) fascinante.
El universo que media entre Cuentos de la luna pálida (1953), dirigida por un director como Kenji Mizoguchi, nacido en 1898 y defensor de los valores tradicionales japoneses, a Hausu (Nobuhiko Ôbayashi, 1977), un enloquecido pastiche pop firmado por alguien para quien la guerra es un trauma infantil, es a la vez enorme y minúsculo. Mizoguchi, que vivió los procesos de modernización y posterior militarización e imperialización de Japón, es un director que defiende el retorno a los valores encarnados por su país antes de iniciar el descenso a la locura. Para Ôbayashi, sin embargo, ese pasado no existe; su generación nació con la guerra y se educó bajo el control militar estadounidense; su respuesta al trauma fue absorber la enorme influencia cultural que llegaba del extranjero, primero de Hollywood y después de Europa, y construir con ello algo propio, una criatura híbrida y un tanto esquizofrénica, a medio camino de todo, capaz de dar a luz a cineastas tan atrevidos como Seijun Suzuki, Shôhei Imamura, Toshio Matsumoto, Shūji Terayama o Nagisa Oshima, entre otros muchos.
Las otras seis películas del ciclo representan el camino que recorre Japón entre el drama de Mizoguchi (que, no olvidemos, hunde sus raíces en la tradición adaptando una serie de relatos del siglo XVIII) y la inclasificable propuesta de Ôbayashi. Nobuo Nakagawa, del que podremos ver The Mansion of the Ghost Cat (1958) y The Ghost of Yotsuya (1959), recoge la tradición estética del teatro kabuki (Yotsuya parte, de hecho, de una de las obras de kabuki más famosas, popularizada a principio del siglo XIX), adaptándola al lenguaje del cine hasta alcanzar un paroxismo que ensalza la tradición a la vez que la convierte en un objeto kitsch. Mientras tanto, en Onibaba (1964) y Kuroneko (1968), Kaneto Shindô se interesa por el pasado solo como forma de cuestionar el presente y el futuro. Ambas recogen elementos del muy estilizado teatro nō, pero utilizan estos elementos para enmascarar (nunca mejor dicho) el sufrimiento de las clases más desfavorecidas y la locura a la que conduce la miseria y la brutalidad de la guerra: Shindô es todo menos nostálgico. Masaki Kobayashi también parte de varias formas estéticas tradicionales para construir Kwaidan (1964), su antología de relatos de terror, y la forma en que se acerca a ellas tiene algo de fascinación y de homenaje. Sin embargo, Kwaidan es un híbrido: no solo por la extrema artificialidad de sus planteamientos estéticos (la película es un festín de color y texturas como pocos), sino también por partir de la obra de Lafcadio Hearn, un griego que se afincó en Japón a finales del siglo XIX y se convirtió en uno de los grandes paladines de la cultura japonesa en el extranjero. Dicho de otra forma, Kwaidan observa la tradición desde fuera, como si fuera una obra dispuesta en un museo para ser admirada y convertida en objeto de estudio e inspiración. Por último, Yokai Monsters (Kimiyoshi Yasuda, 1968) sirve como puente para cerrar no solo la conexión entre Mizoguchi y Ôbayashi, sino también el proceso de transformación pop que había empezado Nakagawa. Yokai Monsters y sus secuelas llevan la rica tradición iconográfica japonesa de demonios y fantasmas al terreno de la fiesta de disfraces y la atracción de feria, entregándose al impacto de lo grotesco y al placer de la sorpresa.
Este viaje no termina, por supuesto, con la lisergia de Hausu, sino que continúa con el ya mencionado boom del J-Horror en los 90 (¿qué es Samara, el fantasma de The Ring, sino una encarnación del choque entre tradición y modernidad?) y sigue en la actualidad con la obra de, por poner dos ejemplos, el mangaka Juzo Itami o la saga de videojuegos Project Zero. Porque, queramos o no, el pasado permea toda nuestra cultura (nuestra existencia, de hecho). La única forma de preservar la tradición es comprender que no es un objeto inmóvil, sino algo en constante transformación que debe ser analizado, cuestionado y destruido para sobrevivir.
Ciclo Julio-Agosto de 2022.
Venta de entradas Cine Doré (Madrid): https://entradasfilmoteca.gob.es/
CUENTOS DE LA LUNA PÁLIDA
(KENJI MIZOGUCHI, 1953)
UGETSU MONOGATARI
En el Japón feudal, dos hombres realizan un peligroso viaje para vender sus mercancías en la ciudad y logran una pequeña fortuna. A partir de ese momento, su ambición les llevará al desastre.
«Película extraordinaria, enteramente personal a la vez que íntimamente respetuosa con el fantastique del país, trasciende y sublima el género por causa de su riqueza polisémica, gracias a la cual una conclusión edificante de signo budista supera la cualidad de moraleja fácil que probablemente habría revestido en manos de cualquier otro cineasta, sobre todo si fuera extranjero. Con un final de todo punto inolvidable, acaso uno de sus mayores atractivos, por lo menos para ojos occidentales, estriba en su penetrante valoración de percepciones opuestas al cristianismo». (Carlos Aguilar, Daniel Aguilar y Toshiyuki Shigeta)
HAUSU
(NOBUHIKO ÔBAYASHI, 1977)
Un grupo de adolescentes viaja a una casa en el campo para pasar unos días de vacaciones. Poco a poco, las jóvenes van comprendiendo que sobre el lugar pesa una horrible maldición.
«La premisa argumental es, en esencia, un lugar común en el folclore japonés, similar a la de películas como Kuroneko, de Kaneto Shindô o The Mansion of the Ghost Cat, de Nobuo Nakagawa. […] Lo que hace del film de Ôbayashi algo tan extraordinario es, entre otras cosas, las virtualmente ilimitadas variaciones visuales y enloquecidas argucias sonoras con las que transforma los elementos tradicionales de la historia, a un nivel tan deslumbrante que los espectadores japoneses en los 70, al igual que el público del resto del mundo hoy, abrazaron la película como totalmente nueva». (Chuck Stephens)
KURONEKO
(KANETO SHINDÔ, 1968)
YABU NO NAKA NO KURONEKO
Tras ser asesinadas por un grupo de soldados, dos mujeres regresan de la muerte para vengarse de sus asesinos.
«Cuando quiero diseccionar un problema moderno, suelo encontrar muchos problemas similares en el pasado. De hecho, al no tener las múltiples capas externas de eso que llamamos civilización moderna, esos temas resultan más evidentes, más visibles y extremos. No quiero decir que todas las épocas históricas se parezcan al presente, pero trabajar con las estructuras sociales del pasado, más fáciles de comprender, me ayuda a expresar o recrear situaciones modernas». (Kaneto Shindô)
KWAIDAN
(MASAKI KOBAYASHI, 1964)
Cuatro relatos de corte sobrenatural provenientes de la tradición folclórica japonesa: un samurái que abandona a su esposa; un leñador que es salvado de la tormenta por un espíritu; un músico que recibe la visita de varios fantasmas; y un hombre que es perseguido por una aparición.
«Sigue destacando dentro del cine de Kobayashi por su exploración de las realidades paralelas. Nadie que haya contemplado el destilado pesadillesco de la experiencia bélica que ofreció con La condición humana puede pensar de él que sea un artista con tendencia a la fantasía escapista. Las historias de Kwaidan no ofrecen escapatoria. El esplendor de sus cielos pintados y esas paletas de colores de otro mundo, el evidente artificio de todo lo que vemos, y la virtuosa estilización de la imagen sirven para enfatizar que, cuando uno viaja hasta los más lejanos confines de la imaginación, lo que acaba por encontrar es el más absoluto y terrorífico vacío. La fusión de belleza trascendental y gelidez cósmica de Kwaidan, su creación de espacios a la vez vastos y herméticos, recuerda en ocasiones a 2001 o El resplandor. Resulta fácil imaginar a Stanley Kubrick prestando mucha atención a los logros de Kobayashi en esta película». (Geoffrey O’Brien)
ONIBABA
(KANETO SHINDÔ, 1964)
En el Japón del siglo XIV, marcado por la guerra y la hambruna, una madre y su hija sobreviven a base de asesinar a soldados para robarles sus posesiones. Hasta que un día la madre decide probarse la máscara demoníaca que llevaba su última víctima.
«Un guionista y director extremadamente prolífico, el abiertamente izquierdista Kaneto Shindô ya se había la brado una reputación en los 50 gracias a películas que mostraban su empatía por personajes actuales que vivían en la pobreza, y particularmente mujeres que resistían frente a las dificultades de la vida. Siguiendo esta línea, Onibaba gira en torno a una peligrosa pareja de mujeres que lucha por sobrevivir mientras los hombres están luchando en la guerra. […] La película, no obstante, impacta no solo por su rico simbolismo sino por el genuino terror que provocan sus indicios de lo sobrenatural y, sobre todo, por su sexualidad visceral, esa poderosa fuerza vital que la empuja a seguir avanzando». (Elena Lazic)
THE GHOST OF YOTSUYA
(NOBUO NAKAGAWA, 1959)
TÔKAIDÔ YOTSUYA KAIDAN
Un mezquino samurái y su sirviente recurren al asesinato y el engaño para mejorar su posición social. Hasta que, un día, una de sus víctimas regresa de entre los muertos para vengarse.
«Las ambiciones personales del protagonista se convierten en una amenaza para las propias estructuras de la sociedad japonesa, según la cual el individuo debería poner la obediencia y el deber por encima de los deseos personales. Al igual que Cuentos de la luna pálida, The Ghost of Yotsuya también reflexiona sobre las presiones socio-económicas que llevan a los hombres a entregarse a la brutalidad. La pobreza y falta de estatus se convierten en factores causales de los crímenes del protagonista». (Colette Balmain)
THE MANSION OF THE GHOST CAT
(NOBUO NAKAGAWA, 1958)
BÔREI KAIBYÔ YASHIKI
Una mujer, descendiente de un brutal samurái, regresa a su pueblo natal. Allí descubre que un espíritu malévolo la persigue. Una de las películas más populares del prolífico Nobuo Nakagawa, figura central del cine fantástico japonés e importante influencia de cineastas como Nobuhiku Ôbayashi.
YOKAI MONSTERS: 100 MONSTERS
(KIMIYOSHI YASUDA, 1968)
YÔKAI HYAKU MONOGATARI
Un malvado terrateniente se dispone a derribar un santuario para erigir un burdel en su lugar. Como parte de una celebración invita a un famoso cuentacuentos, que le avisa de que debe realizar una ceremonia ancestral para apaciguar a los demonios del lugar.
«La miríada de seres grotescos y demenciales, naturalmente, representa ya un atractivo en sí mismo (el kappa, una mujer de cuello extensible, una chica con dos rostros, un paraguas viviente, etc.), pero además resalta la sustancia de la obra, cuya estética admite elementos muy diversos, del lirismo a la tenebrosidad, del humor a la violencia, sin que la cualidad delirante sea óbice para que aflore la crítica social». (Carlos Aguilar, Daniel Aguilar y Toshiyuki Shigeta)
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