El año pasado ya hablábamos en este blog de la impresionante retrospectiva “Japón en Negro” que pudo verse en la 56 edición del Festival de cine de San Sebastian. Dentro del libro del ciclo Ignacio Huidobro escribía este artículo que iremos presentando durante los próximos días en diferentes partes, y que muy amablemente ofrece a todos los aficionados para su disfrute. Además, a continuación, una imagen de Ignacio junto a Rokuro Mochizuki y Kaizo Hayashi.
JITSUROKU FICTION: LOS VIOLENTOS AÑOS 70
Ignacio Huidobro
“Futuro: Ese periodo de tiempo en el que nuestros negocios prosperan, nuestros amigos nos son fieles y nuestra felicidad está asegurada”. A finales de la década de los 60, la sociedad japonesa no estaba para captar la ironía de Ambrose Bierce en El Diccionario del Diablo, al estar viviendo la otra cara del llamado milagro japonés de posguerra. Una crisis no sólo económica o política, sino también un malestar que afectaba a los valores colectivos y normas sociales, intocables hasta ese momento. Perfecto caldo de cultivo para argumentos como la “Teoría de la Crisis de Showa 45”, predicada por la organización político-criminal Kanto-Kai (una coalición de agrupaciones yakuza que se autoerigieron como el santuario de los valores patrios japoneses). Tesis que auguraba para 1970 el estallido de una revolución comunista y la conversión de Japón en una ficha caída de otra teoría, la del dominó. En el polo opuesto y como negación del otro, los Zengakuren y demás grupos radicales de extrema izquierda lideraron el activismo político del movimiento estudiantil. Una generación en primera fila de combate contra la construcción del aeropuerto de Narita, en las inmediaciones de Tokio, unida a los desplazados campesinos de Sanrizuka por tan conflictiva obra pública. Disturbios que canalizaron el descontento y la oposición a la renovación del Tratado de Seguridad entre USA y Japón (AMPO 1970), y a la escalada bélica en Vietnam del Sur. En su análisis de los noticiarios y documentales que dan hoy testimonio de las convulsiones vividas en Shinjuku, Stephen Barber dibuja un escenario no muy distante de los campos de batalla de Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, Akira Kurosawa, 1980): “La policía con sus escudos y uniformes, los manifestantes con sus cascos y máscaras llenos de consignas. Ambas facciones mantienen un alto grado de organización, el combate tiene lugar en las avenidas urbanas en cargas y contraofensivas coordinadas (…) Los coreográficos despliegues de intensa violencia entre los grupos de manifestantes y de antidisturbios evocaban más a los filmes épicos de las revueltas militares en el Japón del siglo XII que a los acontecimientos que se estaban desarrollando en una estrecha proximidad espacio-temporal”(1).
Imágenes necesarias que provocaron en el director Kinji Fukasaku una regresión a su juventud como activista opositor al Tratado de Seguridad Mutua USA-Japón (1951) y a la brutal represión policial que, en plena plaza del palacio imperial, causó dos muertes entre los manifestantes del infausto 1 de Mayo de 1952. Una influencia a nivel emocional, y especialmente formal, que otorgaría al jitsuroku eiga (“yakuza realista” o “películas de sucesos reales”) una de sus más significativas señas de identidad: “Fue entonces cuando me vino la inspiración de usar la cámara en mano. Creo que la primera vez que lo hice fue en Street Mobster [Gendai Yakuza: Hitokiri Yota, 1972]. Yo mismo cogí la cámara y corrí en medio de la multitud de actores y extras”(2) (Fukasaku dixit). Sin obviar la inmediatez de la serie de documentales sobre Sanrizuka como Summer in Narita (Nihon Kaiho sensen: Sanrizuka no natsu, 1968) y Narita: The Building of Iwayama Tower (Sanrizuka-Iwayama ni tetsuto ga dekita, 1972), del militante director Shinsuke Ogawa, películas que, en palabras de Ueno Koshi, “describían perfectamente la atmósfera que se respiraba en las trincheras”(3). A diferencia de Estados Unidos y el mediático conflicto vietnamita, la “guerra de la sala de estar” nipona acaeció en el albergue montañero de Asama, con la retransmisión televisiva el 28 de febrero de 1972, en vivo y en directo, durante más de diez horas, de la operación policial y de las unidades especiales contra cinco miembros del Ejército Rojo del Japón (Nihon Sekigun) sitiados en su interior(4). “Las imágenes de los tiroteos entre la policía y estudiantes en las montañas, batieron récords de audiencia en televisión. Desde entonces, la juventud japonesa no ha vuelto a desempeñar ningún papel protagonista en la moderna historia de su país”(5), reflexionaba Nagisa Oshima sobre el final de la escapada de la nuberu bagu (“nueva ola”) y de toda corriente contestataria y anti-establishment.
Precisamente, el derrotismo con el que la crítica japonesa recibió La ceremonia (Gishiki, Nagisa Oshima, 1971), está igualmente recogido en Battles Without Honor and Humanity (Jingi Naki Tatakai, Kinji Fukasaku, 1973), obra nuclear del jitsuroku eiga, y reflejo de “la realidad de aquel tiempo, los años 70. Cuando se estrenó, el movimiento estudiantil casi había alcanzado ya un callejón sin salida y el futuro no estaba nada claro”, rememoraba Fukasaku. “Todo parecía sin esperanza. Battles Without Honor and Humanity, que también poseía ese halo de pesimismo, tocó la fibra sensible, llegó en el momento idóneo”(6). Pero el desencanto como estado de ánimo colectivo no es un sentimiento específico del Japón de aquellos años, sino más bien un generalizado síntoma del síndrome post-68. Por ejemplo, en Italia y sin salirnos del marco del “cinema bis”, el poliziesco, de la mano de directores como Fernando di Leo en Milán calibre 9 (Milano calibro 9, 1972), realizará la autopsia a “un cuerpo muerto cuyos reflejos son meramente mecánicos“(7), en macabra metáfora de Pier Paolo Pasolini a propósito de la sociedad italiana durante los “años de plomo”.
1.
“Mi nombre es Isamu Okita. Puedo ganar cualquier chica o pelea, pero el juego no es lo mío. Todos le echan la culpa a la fecha de mi nacimiento, 15 de agosto de 1945. Es el día en que Japón perdió la guerra, así que puede decirse que soy un perdedor nato. A quién coño le importa. Nunca pedí nacer. Mi madre tan sólo me arrojó al mundo. Nunca tuve un padre”. Este cáustico parlamento en off a modo de introducción personal del protagonista de Street Mobster, Isamu Okita (Bunta Sugawara), sobre un dinámico montaje a base de azuladas fotos fijas, breves y sincopadas secuencias que, a los pocos segundos, viran a color, congelados de imagen y una sucesión de planos estáticos, conforma un brillante collage y tour de force narrativo con marcado acento documental, como antitético a los análogos pregenéricos del ninkyo eiga (“espíritu caballeresco”), en los que el yakuza se presentaba en un ritual solemne y protocolario, aquí prosaico. Desde su arranque Street Mobster es al yakuza eiga lo que Por un puñado de dolares (Per un pugno di dollari, Sergio Leone, 1964) al western, un giro de 180 grados, estético y ético, a las convenciones genéricas asumidas y esperadas por el espectador medio. Punto de inflexión que, como el primer título de “la trilogía del dólar”, surge en un momento adverso para la industria japonesa, cinematografía cuyo descenso en los índices de espectadores era inversamente proporcional al auge de la televisión, presente, a principios de los 70, en el 95% de los domicilios. En este contexto el jitsuroku supuso un nuevo filón a explotar por Toei (“películas del Este”), major en la que desde los 60, como disentía Hajime Sato (director más partidario del fantastique), “dominaba una corriente de realismo dentro de la productora, y la opinión mayoritaria era que se debía seguir por ese camino”(8).
Limitados presupuestos y ajustados plazos de rodaje, entre 30 y 40 días a lo sumo, en los que directores de program pictures como Sadao Nakajima, Hideo Gosha, Kosaku Yamashita, o Buichi Sato aceptaron y asumieron, igual que sus homólogos norteamericanos (Wellman, Hawks, Walsh, Mann) y según Manny Farber, “el papel de mercenario con el fin de tomar así el partido de la eficacia y adoptar el punto de vista del malhechor en toda clase de acción: jugar, conducir, disparar”(9). Estajanovistas años, entre 1972 y 1976, en los que Kinji Fukasaku, desde la seminal Street Mobster a la invernal Hokoriku Proxy War (Hokuriku dairi senso,1977), pasando por la fundamental pentalogía Battles Without Honor and Humanity (1973-74) y la más rabiosamente personal Graveyard of honor (Jingi no hakaba, 1975), conformó la columna vertebral y el corpus fílmico del jitsuroku eiga, the rise and fall de este emergente y efímero subgénero. Auténtico fundido en negro sobre la canónica mise en scène del ninkyo, cimentada en el adagio “una idealización por plano”, la del hasta ahora héroe romántico yakuza. Lo in será la desmitificación de este arquetipo mayormente presentacional y asociado a los periodos Meiji (1868-1912) y Taisho (1912-1926), gracias a la hibridación de los tropos del cine factual en el de ficción. Irónicamente, el jitsuroku en su empeño renovará y actualizará la mitología del yakuza, porque en el fondo “no hay ninguna antipatía entre el realismo y el mito”(10), que diría el semiólogo Roland Barthes.
2. Bajo los escombros, el jitsuroku. Pero antes, y en la realidad (no en la paralela de las salas oscuras), una nueva ola yakuza irrumpió de entre las ruinas y el mercado negro de posguerra: los gurentai. Como en el venidero jitsuroku, los gurentai responden a una concepción diferente de la yakuza, desplazando a los tradicionales tekiya (buhoneros) y bakuto (truhanes). Tal como se hizo eco el corresponsal del “Christian Science Monitor” Gordon Walker, en 1947: “Los más grandes y poderosos de esos clanes organizados son los llamados gurentai, o bandas de delincuentes armados, que se han extendido como hongos por todo Japón. Alistando a jóvenes desmovilizados y sin empleo, repatriados sin sueldo fijo y aprovechando el empobrecimiento de las pautas morales resultantes de la derrota militar, las bandas operan a través de la amenaza, la extorsión y la violencia”(11). Paradigmática y determinista crónica en su descripción del germen social que propiciaría la posterior El perro rabioso (Nora inu, Akira Kurosawa, 1949) y a los protagonistas de las “ficciones de realidad” del jitsuroku, como el soldado licenciado Shozo Irono (Bunta Sugawara) al principio de Battles Without Honor and Humanity.
Durante de la edad de oro del género de los 60, el gurentai encarnó al antagonista del respetable y hombre de bien yakuza, arribistas delincuentes sin ninguna consideración hacía el jingi (el estricto código de honor de los yakuza) y demás reglas de juego de esta “honorable sociedad”: véase Brutal Tales of Chivalry (Showa zankyoden, Kiyoshi Saeki, 1965) o Bloody Territories (Kôiki bôryoku, Yasuharu Hasebe, 1969). Hasta Yakuza Gurentai (893 Gurentai, Sadao Nakajima, 1966) no pasarán a la categoría de “héroes” epónimos, como vitelloni pre-jitsuroku, en ambientes netamente urbanos y modernos. Más concretamente, Kioto, ciudad proyectada en Yakuza Gurentai, cual cruce entre el Nueva York de Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, 1957) y el París de Al final de la escapada (À bout de soufflé, Jean-Luc Godard, 1959), en donde conceptos tan sagrados como el giri (el sentido del deber, la obligación y la obediencia debida) devienen en folclore, una palabra que sólo se escucha en night-clubs, de boca de melosos vocalistas.
Referencias:
- Stephen Barber: Ciudades proyectadas. Cine y espacio urbano. Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2007, pág. 123.
- Patrick Macias: Tokyoscope. The Japanese Cult Film Companion. Cadence Books, San Francisco, 2001, pp. 153-154.
- Ueno Koshi: “Hacia una teoría sobre el estilo cinematográfico de Shinsuke Ogawa”, en Carlos Muguiro (ed.): El cine de los mil años. Una aproximación histórica y estética al cine documental japonés (1945-2005) Colección Punto de Vista. Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, Pamplona, 2006, pág. 136.
- Más el posterior descubrimiento y exhumación, en los alrededores del albergue Asama, de los cuerpos de doce miembros del ultrarradical Ejército Rojo del Japón. Torturados y asesinados, que no ajusticiados, por sus compañeros de armas “ideológicamente puros”, en la purga conocida como “La Recapitulación”.
- Nagisa Oshima en One Hundred Years of Japanese Cinema, documental producido por la BBC,1995.
- Mark Schilling: The Yakuza Movie Book. A guide to Japanese Gangster Films. Stone Bridge Press, Berkeley, 2003, pág. 51.
- Pier Paolo Pasolini: “Abjuración de la Trilogía de la Vida”, en Cartas Luteranas. Editorial Trotta, Madrid, 1997, pp. 61-64.
- Carlos y Daniel Aguilar, Toshiyuki Shigeta. Cine Fantástico y de Terror Japonés (1899-2001). Donostia Cultura, Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, 2001, pp. 323-324.
- Manny Farber: “Películas Underground”, en Arte termita contra arte elefante blanco y otros escritos sobre cine. Editorial Anagrama, 1974, Barcelona, pág. 50.
- Roland Barthes. Mitologías. Siglo XXI de España Editores, S.A., Madrid, 2005, pág. 231.
- David Kaplan y Alec Dupro. Yakuza. Japan’s Criminal Underworld. University of California Press, Berkeley, 2003, pág. 37.
[…] un nuevo clavo sobre el ataúd en el que Fukasaku enterró el concepto clásico del género, por el procedimiento de arrancar sin miramientos cualquier […]
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